Hablemos de meditación

Recuerdo que en los primeros años que empecé a practicar la meditación me producía cierto pudor hablar de ello, incluso con algunos de mis amigos más próximos. Era una actividad muy poco extendida y se reservaba para ese espacio más íntimo donde no estabas expuesto al juicio de nadie.

En cambio, actualmente la meditación está tan de moda que podría decirse que, para estar al día, hay que familiarizarse con alguna de las múltiples variedades de ejercicios que caben bajo el rótulo de la meditación. En el ámbito de la empresa se medita para evitar o superar el estrés y para mejorar el rendimiento; los artistas y los creadores de cualquier tipo de contenido meditan para generar obras genuinas que se salgan de lo común; los deportistas para mejorar sus marcas; los religiosos para comprender la palabra de Dios ; y casi todo el mundo espera obtener a través de la meditación una estado de calma, claridad mental y control emocional. «¿No practicas la meditación? – ¡Ay, pues no sabes lo que te pierdes, porque desde que yo medito me encuentro mucho mejor!” No sería raro escuchar que dos personas hablan en estos términos.

Sin duda, es preferible la actual inclinación favorable a la práctica de la meditación, frente al desconocimiento o el rechazo que producía antaño, pues permite que muchos se acerquen a una experiencia que puede cambiar su vida. No obstante, cuando converso con alguien acerca de nuestras respectivas experiencias con la meditación, a veces me parece que no hablamos de lo mismo. Esto me ha hecho preguntarme, una vez más, por el significado que tiene para mí el ejercicio de meditación que practico cada día. No quiero reclamar que sea el único posible, por supuesto, ni siquiera que sea el mejor. Lo practico desde hace más de 30 años y, por ahora, aunque he conocido otras modalidades y técnicas, no he sentido la necesidad de cambiar la meditación afectiva que aprendí en el ámbito de Cafh (un camino de desenvolvimiento espiritual) por otra diferente. Aún me queda mucho que aprender y que explorar, pero tengo plena confianza en que el ejercicio continuado de esta técnica me ayuda.

No sé con exactitud lo que otros esperan de la meditación; yo busco autoconocimiento y transformación. Si una técnica meditativa no me permite conocerme mejor y cambiar los aspectos de mi modo de ser que lastran mi libertad y limitan mi conciencia, ya no me interesa. No me conformo con alcanzar eficiencia, asertividad, empatía o un estado de tranquilidad de ánimo a prueba de vaivenes emocionales, por mucho que me parezcan interesantes todas estas competencias psicológicas. Busco un modo de estar en el mundo que vaya más allá de la búsqueda del poder y del tener para vivir en conexión con el Ser. Esto no es fácil de explicar, ni siquiera de entender del todo para mí, pero es lo que fundamenta que en mi opinión la meditación sea una práctica más espiritual que psicológica.Y creo que la meditación discursiva y la afectiva me orientan hacia ese propósito. 

Estas dos técnicas meditativas requieren esfuerzo y dedicación constantes. No son sencillas, porque ponen en juego distintas dimensiones del ser humano, como lo físico, emocional, mental y espiritual. Se entrenan poco a poco con el apoyo y la guía de alguien que tenga más experiencia y de compañeros que están en el mismo proceso de aprendizaje y pueden compartir sus impresiones.

Llegará otro momento en que podamos explicar con detalle en qué consiste la técnica de cada una de ellas, pero vayan por delante algunas palabras clave que sugieren cómo personalmente procuro afrontar el ejercicio cada día: silencio, apertura, foco, conciencia, transformación y unión. 

Silencio.

El silencio empieza por encontrar en mi casa, o dondequiera que esté, un lugar adecuado para el recogimiento en el que me pueda mantener aislado de ruidos y distracciones. Pero aspiro a un silencio todavía más importante, que no tiene tanto que ver con las condiciones externas como con mi disposición interior. Físicamente, trato de adoptar una postura firme que me permita desatender a esos sutiles reclamos del cuerpo que aparecen cuando nos decidimos a estar quietos durante media hora, como picores, incomodidad, rigideces, inseguridades… Mentalmente, procuro no quedarme atrapado por los pensamientos que entran sin permiso en mi campo de atención y me arrastran a paisajes en los que no quiero entrar. Emocionalmente, intento que mis sentimientos y otras reacciones anímicas no me secuestren exigiendo mi atención en un momento en el que yo busco conectar con esa parte de mí que está más allá de mis propias circunstancias externas, de mis pensamientos y de mis sentimientos. Es esa triple modalidad de silencio, como mínimo, la que me interesa cultivar.

Apertura.

Para la meditación adopto una actitud de apertura. A pesar de que, si se juzga solo desde el exterior, parece un ejercicio de aislamiento en el que uno se aparta de todo, en realidad, al mirar dentro de uno mismo se puede establecer un vínculo con algo que está más allá de uno. La experiencia me dice que ni estoy solo ni soy el centro del universo. Formo parte de una realidad más amplia en la que todos los seres estamos interconectados en una red de conexiones inescrutables, una realidad que me trasciende y que no comprendo, que es un misterio para mí, pero que me interpela. En la meditación que practico comienzo con una invocación a la Divina Madre como señal de apertura. No sé qué es la Divina Madre. No puedo ni quiero definirlo, pero sé que yo estoy instalado en esa realidad misteriosa junto con todos los demás seres. Algunos prefieren llamarlo Dios, Universo, Conciencia Cósmica. No me importa tanto el nombre como mi relación con Eso que me trasciende a mí y trasciende a todos.

Foco.

La meditación no me pide que deje la mente en blanco, cosa que no está a mi alcance; tampoco me pide que preste atención a mis sensaciones corporales, a las ideas que se agolpan en mi mente o a los sentimientos que me invaden. No es así como entiendo la atención plena, pero ni se me ocurre cuestionar que otros lo puedan hacer. Durante el ejercicio trato de orientar mis pensamientos, mis sensaciones, mi voluntad en una dirección determinada, y aparto todo lo que me distrae. Pongo el foco de mi atención en lograr unos efectos que me permitan decidir y actuar de acuerdo con el sentido que doy a mi vida, de manera que mi mente, mi corazón y mi comportamiento estén alineados con mi propósito vital. 

Conciencia.

En un cierto sentido elemental, tener conciencia de algo es tener conocimiento de ello. No se puede dudar de que a través de la meditación, cuando ponemos en juego con humildad y afán de veracidad nuestros pensamientos y sensaciones, nos conocemos cada vez un poco mejor; o sea, que tenemos mayor conciencia de nosotros mismos. Pero la idea de conciencia aporta algo más a la de conocimiento. Podría decirse que es conocimiento comprometido. No se trata de acumular información, sino de aspirar a una sabiduría que integre lo que se conoce con lo que se siente y con lo que se hace en un modo de vivir coherente.

Transformación.

Busco a través de la meditación cambiarme a mí mismo para hacer realidad en mí lo que quisiera ver plasmado en el mundo. Si quiero vivir en un mundo en paz, procuro ser una persona de paz; si quiero que todos los seres humanos trabajemos por un mundo mejor, procuro ponerme al servicio de ese proyecto y me comprometo eficientemente con ello. Para ello, el cambio al que aspiro no es superficial sino esencial. Y para eso necesito meditar. La meditación no es para mí un bálsamo que me aplico para aliviar el estrés, para tener más éxito o para que otros admiren mi carácter. Mediante la práctica continuada, trato de ir a la fuente originaria de mi estrés, de mi necesidad de conseguir cada vez cotas más altas de riqueza, admiración y reconocimiento, que sé que las tengo, pero también sé que no me satisfacen de raíz. Quiero orientar mi mente y mi corazón hacia lo que tiene un valor real y no perderme en distracciones. El empeño no es trivial: se trata para mí de abrir la mente para romper las creencias que me limitan; fortalecer mi corazón para ser fiel a mi opción por la libertad y la responsabilidad; alinear mi modo de ser con un propósito que dé sentido a mi vida.

Unión.

No me vale cualquier propósito de vida. Necesito ser coherente con mi convicción de que todos los seres estamos interrelacionados, interconectados. Lo que me afecta a mí afecta a todos los demás, y lo que afecta a los demás me afecta a mí. El alcance de mis actuaciones va mucho más allá de mí mismo y solo me realizaré plenamente si actúo en consecuencia con este principio de unión. La voluntad de unión es más interesante que la voluntad de poder, porque me impulsa a no buscar tanto la autorrealización como la co-realización, la participación con todos. La separatividad es una fuerza que nace del engaño de creer que existimos nosotros y, fuera de nosotros, e incluso opuestos, están los demás. La separatividad es aliada del ego, mientras que la inclusión es aliada del nosotros. El destino del ser humano es la unión. Esta fe alimenta mi necesidad de meditar, porque con esta práctica profundizo en la conciencia de mí mismo para saber lo lejos que estoy de la unión con el todo, pero también en la confianza en una voluntad que me sostenga en el camino adecuado.

Tengo muy claro que con lo dicho hasta aquí no se agota la rica variedad de matices que tiene las distintas formas de meditación que se practican en distintos lugares del mundo y desde hace tanto tiempo. Solo he pretendido facilitarme a mí mismo un vocabulario referencial que me permita comunicarme con otras personas acerca de mi experiencia de la meditación, tal y como yo la vivo, para aprender a intercambiar con ellas ideas y propuestas.

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